Estarán de acuerdo conmigo en que la comida es un gran placer perdido. Me explico. Durante los últimos cien años, nos hemos dedicado –el género humano – a vivir de forma rápida y eficiente. Y aunque durante algún tiempo se dio preponderancia al momento de la comida, como recurso para la unión familiar, la vida ajetreada, rápida y eficiente que nos obliga a llevar el sistema ha traído como consecuencia que este momento, considerado por muchos como sagrado –los sagrados alimentos – es lamentable que el horrible concepto de Fast food haya invadido nuestras vidas irremediablemente. Menciona Carl Honoré en su libro Elogio de la lentitud, editado por RBA libros, que la comida rápida vio sus inicios a partir de la revolución industrial: comida enlatada, empacada, encurtida, avinagrada, conservada y coloreada con tinturas numeradas que producen cáncer, vieron la luz primera en los albores de la era industrial. De acuerdo con Honoré, una familia promedio que asiste a consumir productos de comida rápida, lleva a cabo esta reunión familiar durante 11 minutos aproximadamente, engullendo lo comprado más o menos en un cuarto de hora. ¿Cuál es entonces la oportunidad de convivir con la familia? Esto sin contar con el odioso phubbing, terrible costumbre de estar con otras personas, que no las amadas, a través del teléfono móvil.
Para mí, la comida ha sido siempre parte de un ritual, de una reunión de almas que se quieren bien y que desean estar juntas. Difícilmente puedo decir que no me importa comer en 15 minutos y pasar a otra cosa. Es por esta razón, que decidí recomendar un libro que se llama «Encuentro de dos fogones» del maravilloso escritor Paco Ignacio Taibo I, editado por Planeta. En palabras del escritor:
«En el fondo de estas páginas se oculta uno de los más apasionantes dramas que jamás se produjeron en el mundo: dos civilizaciones se miran frente a frente y después de un derramamiento de sangre, comienzan a guisar lo que a los dos paladares tiene que resultar agradable. En el centro de ambos gustos y dentro de una olla hierve el futuro.»
Dos epígrafes coronan el inicio de este texto y creo que vale la pena citarlos porque reflejan la esencia de su contenido: Porque todos los males se pasan con el comer, de Bernal Díaz del Castillo y La salsa de hambre es el mejor cocinero de todos de Gonzalo Fernández de Oviedo. A lo largo de la lectura de este texto, degustaremos con deleite temas sobre la comida que ingería Moctezuma; La comida de Colón, viandas salidas de El fogón de doña Isabel; las especias llegadas con la Nao de China y los comelitones de los virreyes. El gozo conventual, la creación del mole, de los chiles rellenos bañados en nogada, los dulces de platón –diría mi padre –, la cocina poblana y el banquete navideño en el siglo XVII. La calabaza, el chile, el chocolate y tantas otras aportaciones para el mundo nos llevan a navegar por los mercados, recauderías, mesones y primeros restaurantes en el México decimonónico además de un capítulo dedicado a lo que el autor llama la sed nacional en donde se exponen de forma por demás detallada las formas de beber el pulque, mezcal, tequila, ron, vinos, rompope, aguas frescas e infusiones. El autor, se anima como gran final y no sin antes disculparse, a parafrasear el conocido poema de Velarde: La suave patria, pero a su manera:
Sabrosa Patria
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